Si pudiéramos desnudar al Carnaval, quitarle el ropaje que acumula de una u otra latitud y despojarlo de su bagaje histórico; si pudiéramos observarlo en su más absoluta esencia, quizás lo único que quedaría fuera un azote burlón e irónico. Más allá de peculiaridades marcadas por el clima, o tradiciones locales, o remodelaciones puntuales que establecen las diferencias entre los distintos carnavales de Cádiz, o de Venecia, o de Colonia por ejemplo, e incluso el carnaval del siglo XXI con el del XVIII, más allá de todo eso pervive el zurriagazo. El golpe de la sociedad oprimida que tan solo por unos días soñaba con cambiar el mundo y, por unas horas siquiera, invertía el orden socia convirtiendo al plebeyo en conde para gobernar su particular Barataria con nuevas leyes y mandatos. El embate del temeroso que olvidaba momentáneamente el terror del fuego eterno del infierno y se metía en las carnes de un ministro de dios, tomando su nombre en vano y desantificando las fiestas. El azote, sí, el azote de quienes por unos días, al menos unos días, podían mirar a los ojos directamente a quienes durante el resto del año no podían sino mirar a los pies, siempre a rastras.
Pero el Carnaval no es un portazo tosco, seco y sonoro como el de las revoluciones sociales, teñidas siempre de carmín por la sangre derramada, sino un azote burlón, irónico, pícaro, sutil, juguetón y flexible que consigue no mancharse de odios ni de lances mortales. Por eso el Carnaval es público y pervive en la calle para que pueda llegar a la puerta de cada hogar fácilmente y abofetear a todo aquel que pase, sin distinciones, y poder salir corriendo para que no le pillen. Es una trastada infantil muy adulta que retoza en la propia broma. Golpea, pero no tumba; ladra, pero no muerde; evidencia las miserias más calladas y ensalza las grandezas más ocultas del vecino, del amigo, la familia o el enemigo. Ridiculiza, guasea, fantasea, sonríe y ríe a carcajada limpia.
Una de las particularidades del Carnaval de Herencia es la figura del Perlé. Posiblemente no haya nada más especial y representativo porque es en sí mismo una metáfora carnavalera que siempre me he imaginado: el perlé vendría a ser una reencarnación del Carnaval, un burlón que fustiga con su látigo a la sociedad, representada a través de los niños que corren delante de él escapando de sus azotes. Y así, del pasacalles a los corrillos y de ahí a las plazas y a los saraos, la mecha del espíritu carnavalero prende en una pólvora preparada para explotar por unos cuantos días y subvertir el orden establecido y reírse hasta de la madre que los parió a todos. Sin vergüenzas, ni tapujos, porque en Carnaval todo pasa (aunque luego se repasa…). Pero es un momento sublime de gloria, los cinco minutos de fama, la ocasión de poder ser uno mismo y decir lo que se piensa sin temores porque la broma lo permite y lo tolera. Y las hostias vuelan a hondonadas, y las puyas, y los dimes y diretes llevan y traen. Y los políticos ponen tiesa la sonrisa para aguantar el chaparrón. Y el cachondeo con el panadero, o con el ferretero, o el charcutero, o con la mujer del jefe son el pan nuestro de cada día. Y la complicidad se encuentra en los ojos del que no conoces, por torpe. Y nada es lo que parece. Pero no importa porque la danza no se para. Todo es movimiento perpetuo, unos vienen y se van y llegan otros y regresa el primero. Y las gentes se suman a esa comunión profana de libertad manifiesta. Y ofreces, aunque sea en martes, las ganas de poder vivir eternamente en esa orgía inocente y liberadora que descomprime los pechos y salva las almas de la monotonía y la rutina establecida. Y uno siente, al final, que menos mal que existe el Carnaval, divino tesoro.
Ismael G. Calcerrada